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Los Guardianes del Buen Viaje

  • Jorge Martuinez
  • 10 nov 2016
  • 3 Min. de lectura

UN PASADO MÁGICO.

Las raíces de nuestra historia se remontan a un pasado mágico, en donde las cosas no eran como las conocemos ahora. El agua cubría la mayor parte de la Tierra en un océano calmo e infinito, y el viento estaba atrapado en el letargo del sueño divino. Solamente una isla existía en ese inhóspito lugar. Ahí moraban nueve esencias destinadas a habitar el mundo, cobijadas por la luz de la Luna y por el calor celestial del primer Sol que fue creado.

Aztlán, nombre de ese sagrado lugar, se erigía sobre una columna central y el resto de su extensión descasaba en cuatro pilares dispuestos de acuerdo con los puntos cardinales. Cada esencia que allí moraba residía en uno de esos lados y al centro se encontraba el Dios Venado, guardián soberano de ese rumbo.

Las fuerzas creadoras habían revelado al Venado la necesidad de poblar la Tierra, pero tal tarea no podía realizarse sin la unión de las esencias que rondaban Aztlán. De esa manera, el Venado se dispuso reunirlas y buscar la manera de fusionarse para lograr esparcir su simiente sobre aquel estéril lugar, por lo que se dirigió al suroeste en compañía de su fiel mensajero, el Colibrí, a cumplir la divina encomienda. En aquel lado vivía la Ballena.

Una vez explicada la encomienda, la Ballena y el Venado fueron al sur y al sureste, en donde hallaron al Cóndor y al Jaguar. El Cóndor respetaba y valoraba al Venado por su entereza y disciplina, y resolvió acompañarlos. Otro tanto hizo el misterioso Jaguar, felino dotado de valor y fuerza. Todos los animales, subidos en la Ballena, viajaron al este, hogar del Escarabajo diurno, quien nunca se despegaba del borde terrestre pues intentaba estar cerca de su padre, el Sol. El Venado lo saludó afectuosamente, pero el Escarabajo, empeñado sólo en volar para estar cerca de ese astro, no estaba dispuesto a acompañarlos.

Dado que el tiempo corría y la labor era urgente, el Venado y sus acompañantes continuaron hacia el noreste, lugar donde el Búho moraba. Este nocturno animal accedió a cumplir la solicitud del Venado a cambio de poder poblar la zona del este en un futuro. Llegaron al norte, hogar del poderoso Oso negro, conocido por su mal temperamento. Al acercarse, el Venado notó que el Oso dormía, por lo que se aprestó a despertarlo, aunque sin éxito. La noche llegaba y no podían perder más tiempo, de modo que entre todos los animales cargaron al peludo animal sobre el lomo de la ballena y acordaron que, más tarde, cuando despertara, le explicarían la situación.

Antes de llegar al noroeste, el Venado envió al Colibrí a informar al Lobo que debían reunirse en el oeste para buscar a la última de las esencias: el Sapo anciano. Así, al llegar a los pantanos del oeste, el Venado les pidió buscar al viscoso animal en aquella zona, sin darse cuenta que el Sapo se hallaba justo frente a ellos, camuflado. Al saludarlos el Sapo, los animales se sorprendieron y dieron un brinco tal que el Oso comenzó a despertar. Para evitar contratiempos, el Venado pidió al Sapo un poco de su esencia mágica para calmar al Oso.

En efecto, al incorporarse, éste se mostró muy amigable y cooperativo con la tarea. Cuando el Venado comenzó a hablar para explicar su encomienda, el Sapo lo interrumpió, arguyendo que ya la conocía y que estaba esperándolos, pues sabía y que la respuesta al poblamiento del mundo residía más allá de las nubes, en el hogar de los dioses. ¿Qué procedía, entonces? Ir todos a la Luna en busca de una pequeña semilla para dar alimento y energía a los seres terrestres.

Los nueve animales se preguntaron cómo podrían alcanzar el blanco rostro lunar. El Cóndor sugirió que los animales no voladores se tomaran de una pata, garra o pezuña, según fuera el caso, y que él volaría arrastrándolos hasta alcanzar su lejano objetivo.


 
 
 

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